El secreto de Don Quijote,
por Dominique Aubier, escritora, autora de
Don Quijote profeta y cabalista
Es difícil abordar la literatura o la pintura española sin ir primero a la búsqueda de lo humano. Y es que toda literatura parte del hombre, se ocupa del hombre y retorna al hombre. Se escapa de él para volver a la tierra, a la carne. Los españoles parecen no haber olvidado jamás que el arte es conocimiento al mismo tiempo que creación. Una creación que interesa ante todo al Hombre.
1. El hombre a secas
El
Hombre solo y desnudo, el Humano que puede surgir siempre de cualquiera
y en cualquier parte. En la cima de todos los valores, el espíritu
español coloca esta estatua. Una silueta humana, esencialmente abierta
hacia el interior, mostrando lo verdadero de la carne y la sangre, hasta
el hueso, hasta el alma. Testigo de esta verdad, por encima de todas
las llanuras soleadas de España, cae la sombra siempre ejemplar del más
español de los personajes, Don Quijote. Cervantes logró este
golpe de maestro, este lance castizo, de quitar del primer gesto la
silueta ideal, el fantasma español impulsado por todo un pueblo. Lo
captura y lo desliza en la armadura del caballero "andante", que va hacia adelante: "andando".
El famoso hidalgo de la Mancha es la personificación misma del espíritu
de un escritor y en esta personificación demasiado bien hecha,
demasiado bien ajustada, surge con toda naturalidad el espíritu español.
Un espíritu que conoce el misterio de vivir. Cuando un bailarín, un
cantante, un torero, un artista ha, por oscuros caminos, llevado al
espectador a entrever en él, por su obra, ese fantasma del hombre eterno
de las tierras castellanas o andaluzas, es corriente decir según la
expresión hecha famosa por Federico García Lorca que tiene duende. Del fantasma. Para mí, veo el duende con el porte y la nerviosidad de Don Quijote y esa sabiduría imperturbable que hace estallar la locura que el escritor presta al "más fino entendimiento de la Mancha".
2. Miguel Cervantes de Saavedra
Nació
en Alcalá de Henares en 1547, no lejos de Madrid, en un burgo donde los
gitanos van una vez al año a reunirse, en un levantamiento de polvo que
cierra el paisaje y en el que pisotean miles de mulos lustrosos.
Escribe las aventuras del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha,
publicado en 1605, en la tardía edad de su vida. La literatura española
es de las que exigen madurez. Incluso la lengua pide un largo
aprendizaje no de la gramática, sino de la vida. Esta lengua solo se da a
los sabios. El castellano solo se entrega a los espíritus para quienes
la carne y el corazón ya no tienen secretos. Cervantes que escribe
durante buena parte de su vida recibe, pasados los cincuenta, las
confidencias de esta lengua que conoce, que oye, que fabrica. En su gran
libro, cada idea se pone tan naturalmente en imagen, en movimientos,
que el más falso de los personajes se pone a vivir, de una vida superior
pero identificable a la mirada. Don Quijote actúa con toda la
españolidad en él. Es la esencia de España hecha carne. Don Quijote
personifica tan a menudo el espíritu en sus explicaciones que se dan
para los niños: es a mi parecer el escritor mismo, que cuenta sus
desventuras espirituales por medio de un loco que sufre de demasiada
sabiduría. Pero esto es cosa de España donde el espíritu no se concibe
fuera de sí mismo: existe porque se manifiesta, y si no hace nada, no
es. Estas aventuras pueden ser leídas en varios planos, teniendo secreto
en cada nivel, para los simples y para los sutiles, llevando a los más
obstinados a alturas insospechadas. Don Quijote constituye, para España,
El libro. Don Quijote es El personaje. El libro de Miguel
de Cervantes es la Biblia de España. Los niños aprenden a leer en estas
páginas, los estudiantes aprenden el arte de escribir en estas frases,
los hombres aprenden, por él, a pensar.
3. Romper las envolturas para saborear la almendra
Es
imposible comprender la literatura española en su conjunto sin comenzar
por frecuentar este libro que parodia las novelas de caballerías del
siglo XV. La vestimenta del personaje y el decorado de las escenas están
tomados de esta literatura, pero que no se confíe uno. Cervantes entra
en esta cáscara vacía y aloja en ella una vida nueva. Es difícil para el
lector francés, iba a decir occidental, penetrar de golpe en estas
imágenes cerradas que esconden su secreto en el centro. Hay que romper
las envolturas para saborear la almendra. Los significados encerrados en
cada escena, en cada palabra, aparecen vivamente a la inteligencia
española avezada a la comprensión de los símbolos, de los gestos, de las
imágenes. En cierto sentido, la obra maestra de Cervantes reagrupa y
reúne todos los datos de la vida espiritual española, e incluso el
campesino se reconoce en ella. Se puede decir que la filosofía latente
que guía estas aventuras es la filosofía misma de España, tal como brota
de su pueblo y de su tierra. Por eso comprender Don Quijote es operar la primera naturalización al espíritu y al pensamiento fundamental de España.
Aludo aquí al pensamiento no expresado, no explicado que sostiene el
estilo de vida de los campesinos, de la enorme masa rural que constituye
lo esencial del pueblo español. A principios del siglo XVII aparece el
libro que pone en acción novelesca lo esencial de este pensamiento que
no tenía la posibilidad de expresarse racionalmente. Desde entonces,
este libro mantiene a quienes lo leen en este conocimiento de un pueblo
que no cambia, se interroga siempre sobre sí mismo y perfecciona su
ideal.
4. La geometría ética - estética de Don Quijote
Esta
presencia del Hombre, en Cervantes, es tan característica que decide
incluso lo que se podría denominar la geometría estética. El marco en el
que el más castizo de los autores coloca al más castizo de los
personajes tiene siempre, en todo caso, esa proporción que tendrán los
cuadros de Goya, la horizontalidad de la tierra imponiéndose a la mayor
dimensión, el cuadro dispuesto en anchura más que en altura. Y en este
marco, en pleno centro, de espaldas al lector pero lanzándose hacia el
horizonte, Don Quijote erguido y alzado sobre su caballo flaco para
ocupar toda la altura concedida. ¿Hacia qué corre a la velocidad de su
caballo y de su imaginación? Obsérvese: siempre hacia humanos, sin
preocuparse del paisaje, cuidando más bien de lo que permite al ser
venir, acercarse, de lo que es estrictamente humano en los paisajes, los
caminos y las carreteras. Esta preocupación va lejos. Compromete la
moral de todo un pueblo que dice: "Nadie vale más que nadie", y
que corrige esta afirmación toda metafísica — la metafísica española
estando vuelta hacia el corazón, hacia el ser, y no partiendo de esa
mirada hacia el exterior que inventa dioses — por esta otra afirmación
moral que impone al hombre crearse a sí mismo con toda responsabilidad: "Cada uno es hijo de sus obras". Así, a una mala broma del Duque, Don Quijote responde que "Dulcinea es hija de sus obras y que las virtudes corrigen la sangre"...
¿Necesitaba pues la sangre de Dulcinea ser "corregida" de alguna
indignidad? La cuestión de la sangre... vasta preocupación del Quijote,
que atraviesa los siglos desde que la Inquisición, en contacto directo
con el pueblo de España de 1480 a 1820, exigía que la pureza de la
hemoglobina garantizase el carácter inmaculado de la "blanca paloma tobosina".
La amada del Quijote no por ello dejó de ser quien era, campesina
montada en su mulo, de pecho generoso si creemos las estimaciones de
Sancho, nada remilgada, de brazo ágil, "sin igual para salar el cerdo".
El subentendido es enorme, tendido sobre la cuerda floja que es la
España devota, toda entregada a la adoración de sus santos, a quien
Cervantes — revolucionario — lanza el desafío de no ser jamás
desenmascarado, en su juego de cifrado que sería lúdico si no fuera
excesivamente peligroso — aún hoy — desvelarlo... La exégesis esperada
—"tendrá necesidad de comento para entenderlo": mi libro necesitará un comentario para ser comprendido, precisa Cervantes — es sin duda el verdadero héroe del Quijote...
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